En el corazón del Día de Muertos, la ofrenda se levanta como un altar de amor y memoria. No es solo un conjunto de objetos cuidadosamente dispuestos, sino una declaración profunda: “te recuerdo, te sigo amando, y tu presencia vive en cada vela encendida”.
Cada elemento tiene su propio lenguaje. Las flores de cempasúchil iluminan el camino de regreso con su resplandor dorado; el copal purifica el aire para que las almas puedan cruzar; el agua calma la sed del largo viaje; el pan de muerto representa el ciclo eterno de la vida; y las fotografías devuelven un rostro al recuerdo.
Pero más allá de los símbolos, la ofrenda es un acto de ternura. Es la manera en que los vivos hablan con los que ya partieron, un diálogo que se renueva cada año entre aromas, colores y silencios. En ella habita el amor más puro: ese que no conoce fronteras ni tiempo, ese que convierte la ausencia en presencia.
Así, entre velas titilantes y el perfume del cempasúchil, los corazones se reencuentran. Porque mientras exista una ofrenda encendida, nadie muere del todo.












































